miércoles, 16 de febrero de 2011

EL ORFEBRE DE LA PALABRA

 por Amylkar D. Acosta M
“Cuando un amigo se va queda un espacio vacío,
que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”
Mario Benedetty








Sin vísperas, sin preámbulos, sin contemplaciones, la parca, como de costumbre, se llevó consigo a un hombre de excelsas calidades y de excepcionales dotes, privándonos de sus sonoras carcajadas y de su enjundiosa prosa. David Sánchez Juliao fue en vida un Caribe visceral o, como diría José Saramago, hormonal; en ello no le hacía concesiones a nadie. Pero, vaya paradoja, él era al mismo tiempo un hombre universal. Con su verbo y con su pluma, que se nutrían de su acuciosidad, del estudio y de su espíritu observador, deleitó a varias generaciones, ora a través de sus casetes y sus CD grabados en su propia voz, ora a través de sus libros y de sus conversatorios; igual daba porque él mismo era una caja de música. David fue además de versátil prolífico, fueron muchas sus obras, todas ellas magistrales y distintos los géneros literarios que cultivó, los que le merecieron el reconocimiento y lo hicieron acreedor a varios premios. Recibió el premio Plaza & Janés y en 17 oportunidades recibió la estatuilla de la India catalina en el Festival de Cine de Cartagena, dando cuenta del éxito en la pantalla de varias de sus obras. Hasta en el vallenato incursionó con una composición de su propia inspiración, la que llevó al acetato otro genio, Alfredo Gutiérrez, El Indio sinuano. 
Pero, definitivamente, lo que consagró a David fue su labia, por algo la columnista de El Nuevo Herald Adriana Herrera lo catalogó como “el brujo de la oralidad”. Como lo reconoció él mismo cualquier otra actividad le aburría y que “sólo me encontraba bién narrando o escribiendo historias”. Él tuvo por mentor y maestro al inmortal Manuel Zapata Olivella, de quien le “correspodió el doloroso honor de dar curso, una vez fallecido, a su última voluntad: esparcir sus cenizas al mar y el mar se encargara de llevarlas de vuelta al África”. Como diría él en su estilo caracterizado por la franqueza y el desenfado, sipote compromiso! Después haría lo propio en la Bahía de Santa Marta con las cenizas de su entrañable amigo, el actor Franky Linero. Se adivina en ese repetido gesto de parte de él que este era su último deseo para sus propios despojos mortales. Lo que sí no dejó tácito sino explícito, sin lugar a dudas, fue el que debería ser el texto de su epitafio, pues ante la pregunta del reportero de El Meridiano de Montería de qué le gustaría que dijera, respondió sin titubear “Aquí ya sé”.
David tenía su propia y peculiar manera de concebir la felicidad, la misma que él definió como “un cachaco con guayabera”. Compartió con su gran amigo y de quien se consideró siempre como su discípulo, el padre de la sociología en Colombia Orlando Fals Borda, su acendrado espíritu Caribe. Al fin y al cabo para él “en la Costa primero se es costeño y después de algún lugar”; por eso los personajes de sus obras, casi siempre con sus mismas raíces y raigambre, son la prolongación de su propio ADN, es como si fueran su alter ego. Su autenticidad nadie la podía poner en duda sin meterse en problemas con él, que por lo demás era una persona como decían los abuelos muy “delicado”, queriendo decir con ello muy susceptible. Él se dejaba provocar fácilmente porque tenía un temperamento muy fuerte, valga decir volcánico, mercurial; por ello, pasaba con muchísima facilidad de la hilaridad a la ira sin hacer escalas intermedias, él no era hombre de medias tintas. Porque David era así, mamagallista pero fuerte de carácter, sirviéndose de este último para poner en su sitio a quien pretendiera ningunearlo. 
Se nos fue David, no sin antes convertirse en un ícono de la literatura del Caribe, nos dejó en su lugar sus obras, las que le sobreviven y seguirán sacando la cara por él como el la sacó por la región que lo vió nacer y crecer como crece la sombra cuando el sol se oculta. Bien dijo él cuando arribó a sus sesenta que “lo único que a esta altura a uno no le pueden quitar es lo mal escrito y lo bien bailado”. Ahí está pintado David, quien supo distinguir muy bien la diferencia entre la fama y el prestigio. De la primera dijo que “crece como la espuma y vuelve a ser lo que era antes de inflarse”, algo efímero; de la segunda aseguró que “es como el vino, como el buen vino o como los rones antillanos”, es motivo de gran delectación. Y añoraba que “ojalá pudiera conservarme transmitiendo cosas a la gente por mucho tiempo, incluso más allá de la muerte, sin haber llegado jamás a ser famoso”. Y remató diciendo sentenciosamente “no me considero un escritor famoso; tal vez podría ser alguien prestigioso” y a fé que lo logró. Digánme si esta no es una lección de vida digna de aprender. Ciertamente, lo único que uno se lleva cuando se muere es lo que deja a su paso por la vida!

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